No se trataba de ser mi mejor versión. Creo que ya lo era, estaba convencido. Siempre quise ser lo que soy ahora y lo había conseguido.
Si tuviera un yate no sería una nueva versión mejorada, seguiría sin ser quien se quedaría contigo. Porque tú no querías a alguien afín a ti, a alguien que te hiciera sonreír. Eso tampoco fue culpa mía.
Y yo me aferré a ti, con la estúpida idea de que necesitabas escapar. Creyendo que podría ser el aire fresco en tu cara, el que despeinara tu pelo y te refrescara el corazón. Para mí lo fuiste y en parte, lo seguías siendo.
Pero no podía más, no quería seguir sintiendo que te lo di todo y no fue suficiente, porque tú querías romper con la rutina y yo buscaba la exclusividad de ti.
Y lo intenté más de lo que pude, perdí la esperanza, los kilos y el aliento… pero no las ganas de estar a tu lado y de que tú quisieras que yo fuera quien te acariciara la cara mientras dormías.
Y nunca pasó, no pasó.
Tu boca decía «te quiero» y tu elección me afirmó algo muy diferente.
Yo no era un plato, mucho menos el segundo.
Antes de ti estaba solo conmigo y me quería. Nunca fui un plato, sino alguien que quería ser querido, querido por ti.
Por eso, aunque me echases de menos, no volvería. Porque merecía y merezco algo real, tangible, sin utopías fantásticas. Algo de lo que pudiera enorgullecerme, algo que pudiera contarle a todo el mundo sin tener que esconderme.
Porque el amor no es para los cobardes y yo nunca lo fui.
Por eso me despido, con todo este amor por ti, que aún intenta hacerme cometer locuras. Pero yo también me quería y no podía aferrarme más tiempo a la idea de que un día tuvieras el coraje de salir corriendo, de elegirme a mí.
Porque el amor no es para los cobardes.
Y yo nunca lo fui.
Hasta siempre, amor.